sábado, 28 de diciembre de 2013

ALGO SÓLIDO

El sábado 17 de enero de 1977 Manuel Vergara Jiménez tenía veintiún años, cinco días después, el día 23, hubiera cumplido los veintidós. Era natural de El Viso del Alcor (Sevilla). Había ingresado en la Guardia Civil dos años antes, en febrero de 1974. Llevaba nueve meses destinado en el cuartel de Villafranca de Ordicia. Eran las cuatro menos cuarto de la tarde cuando Manuel viajaba en un Land Rover que formaba parte de una patrulla compuesta por un cabo y varios números de la Guardia Civil. Durante el rutinario recorrido de vigilancia, observaron una ikurriña sujeta con un mástil, situada en una loma sobre un túnel entre Villafranca de Ordicia y Beasaín. Manuel recorrió los sesenta metros que separaban la carretera del punto donde estaba situada la bandera para retirarla. En aquellos momentos esta bandera estaba prohibida, y el joven se dispuso a hacer lo único que sabe y siempre ha sabido hacer la Guardia Civil, cumplir y hacer cumplir la ley. Junto a la misma encontró una bomba simulada que fue retirada por el guardia civil tras comprobar que era falsa. A continuación tiró del mástil de la bandera sin percatarse de que había una carga explosiva enterrada en el suelo y conectada a la ikurriña. La onda expansiva de la explosión lanzó su cuerpo a casi veinte metros de distancia provocando su muerte en el acto. Apenas tres meses antes tres guardias civiles, Esteban Maldonado Llorente, Jesús Pascual Martín Lozano y Juan Moreno Chamorro, habían perdido la vida en el santuario de Aránzazu por un procedimiento similar. Tres meses después, el 11 de abril otro agente, Miguel Gordo García, moría al retirar una ikurriña trampa unida a un cable de alta tensión en Barakaldo. Un mes después, el 3 de mayo, Antonio de Frutos Sualdea, moría en el embalse de Urtatxa por la detonación de un artefacto explosivo junto a otra ikurriña trampa.
 
                                          

El 19 de enero de 1977, sólo un año y dos días después de la muerte de Manuel Vergara, la ikurriña fue legalizada en todo el territorio vasco.

Hace unos días, un amigo me contaba lo que un superior directo de Manuel Vergara le había confesado en una ocasión hace años: “Cuando un año después se legalizó la bandera, la muerte de Manuel nos dolió lo mismo o más. Tanto como su muerte, nos dolió su inutilidad. En todos nosotros quedó un sentimiento de traición, de desamparo. La muerte de Manuel y otros compañeros había sido en vano, absurda. Los políticos habían decidido que algo por lo que había que correr el riesgo de morir, y por lo que compañeros habían dado la vida, dejaba de serlo”.

Han pasado 35 años de aquello. Afortunadamente hoy nadie cuestiona la legalidad y la legitimidad de la ikurriña como símbolo oficial de la Comunidad Autónoma Vasca, como nadie cuestiona el derecho de un demócrata a defender desde las instituciones una idea no delictiva, la de autodeterminación de un territorio o la que sea.

Ahora vivimos una situación similar aunque mucho más grave. Los amigos de los asesinos se sientan en las instituciones y los asesinos salen de la cárcel en tropel. Los unos por decisión política vestida de legitimidad judicial, los otros por sentencia judicial sin respuesta política. En cualquier caso las víctimas se sienten igual de traicionadas y desamparadas. Cada día están volviendo a pasar por aquel fatídico momento que cada una de ellas tiene marcado a fuego, están volviendo a matar a sus seres queridos y no logran dejar de preguntarse ¿Para qué murieron? ¿Tuvo algún sentido?

Ninguna muerte tiene sentido. Sólo el sacrificio voluntario para salvar otras vidas puede tenerlo. Desde luego la barbarie y la sinrazón que han arrebatado la vida durante varias décadas a casi un millar de seres humanos en un estado democrático y de derecho, donde todas las ideas se podían defender con la palabra, en un trozo de lo que creíamos la Europa civilizada, tiene menos sentido aún, ningún sentido.

Siempre es necesario que existan pilares, principios inamovibles, algo sólido, impermutable, algo a lo que poder aferrarse cuando se pierde una vida violentamente, para entenderlo, para digerirlo, para aceptarlo. Las personas necesitamos saber que existen razones por la que merece la pena luchar, mantenernos firmes y llegado el caso correr el riesgo del sacrificio. Esas razones puede que no sean las banderas, ni las patrias sentimentales de cada uno, ni los territorios, ni el texto de esta Constitución…, pero sí lo es la democracia, el conjunto de normas que nos permiten convivir y ofrecer un futuro a nuestros hijos, sí lo es la defensa de los derechos humanos y la justicia.

En España parece que ya no queda nada sólido, nada estable, ninguna referencia, ningún principio..., por tanto nada que merezca sacrificio alguno.

Cuando en las instituciones se sientan individuos que no condenan la violencia, sino que la justifican, cuando los representantes de los ciudadanos organizan la celebración del retorno a sus pueblos de asesinos múltiples, cuando se igualan víctimas y verdugos, cuando se pretende reescribir la historia, cuando se habla de conflicto, de paz, de guerra, de enfrentamiento entre partes, en vez de de delincuentes, víctimas, estado de derecho y falta de libertad, cuando todo eso ocurre y ocurre a la vez, orquestado por los amigos de los asesinos y los asesinos, con la complicidad de los de las nueces y la pasividad de las instituciones que deberían evitarlo, cuando el relato de lo ocurrido lo escriben los criminales, se pisotean los derechos humanos y se torpedea la línea de flotación de la dignidad y la justicia. Por eso lo que está pasando ahora no es comparable a la legalización de la ikurriña. Lo que está pasando ahora no es la recuperación de un símbolo, ni la legitimación de una opción política más, es el refrendo de que esas muertes tuvieron sentido, pero no para las víctimas, sino para los criminales.

                                         

Cada vez hay más españoles de bien que nos acusan de no querer pasar página, que quieren olvidar y nos arrojan a la cara de los que no lo hacemos términos como revanchistas o populistas. Nos acusan de que el interés partidista y los votos es lo único que nos mantiene en esta posición. Si se tratara de votos e interés partidista lo lógico sería sumarse a la ola de amnesia políticamente correcta en la que está subida una mayoría de la población española, no se sostiene. Si se tratara de revanchismo o venganza no defenderíamos la ley como lo hacemos, ni pediríamos algo tan simple como que se sigan investigando los más de 300 crímenes sin aclarar, la disolución completa y sin concesiones de ningún tipo de la banda criminal y el cumplimiento estricto de la ley de partidos -ley que dice que es ilegal que un partido político español justifique la violencia, y lo dice sin matices, ninguna violencia, ni futura, ni presente, ni pasada-. Claro que no estamos dispuestos a mirar para otro lado, a olvidar lo que no es historia sino presente. No tenemos nada que perdonar ni dejar de perdonar, el perdón es algo personal e intransferible, cada cual sabe lo que tiene que perdonar, cómo y cuándo. De lo que hablamos es de justicia.

Algo grave le pasa a un país cuando cada vez nos cuesta más mantener la posición de firmeza a los que defendemos algo tan obvio como la ley, la justicia, la libertad, los derechos humanos y la dignidad. Algo, y muy grave, ocurre cuando somos los demócratas los que tenemos que dar explicaciones.