miércoles, 21 de mayo de 2014

AMBICIÓN DE EUROPA



Muchos ciudadanos se preguntan estos días qué ganamos formando parte de Europa. Habrá quien quiera ver en la pertenencia a Europa sólo un interés económico, un mercado común, unos fondos de cohesión, un caladero en el que echar las redes para pescar financiación con la que volver a España para dar “formación” a parados inventados, construir aeropuertos sin aviones o túneles del AVE para cultivar champiñones…

Es muy triste que el discurso del partido del gobierno sea ese, el de ofrecer un candidato adiestrado en la lucha por los recursos, con experiencia en las negociaciones, en ese tira y afloja en el que se ha convertido la política europea. Es lamentable que el objetivo sea mandar a los más capaces para “sacar” lo máximo a Europa, siguiendo el ejemplo que durante décadas nos han dado nuestros nacionalistas internos cuando iban de excursión a Madrid a ver que con qué botín volvían mientras apuntaban con el trabuco del apoyo parlamentario (eso antes de la llegada del Mesías).
Esta pobreza de miras, esta indigencia moral, esta falta de ambición, choca de bruces con lo que realmente es Europa: un oasis de civilización en el mundo, la garantía de protección de los Derechos Humanos y la cuna del Estado del Bienestar.
Un europeo sabe que una multa no se renegocia con el policía que se la pone, que el estado no le detendrá, encarcelará, juzgará y asesinará a sangre fría por grave que sea el delito que haya cometido, que ningún niño europeo está en un taller fabricando alpargatas en vez de en la escuela, que nadie será ahorcado o acosado por su condición sexual, que ninguna mujer será lapidada por adulterio… Todas estas enfermedades que tenemos asumido que nosotros no padecemos, cosas que nos parecen tan obvias, no están garantizadas fuera de nuestras fronteras.
A Europa no sólo le debemos carreteras y ferrocarriles, eso casi que es lo de menos, le debemos el poder pedir una hoja de reclamaciones en un establecimiento, poder conocer los ingredientes de un producto que compramos, que una nueva carretera no se pueda hacer sin evaluación ambiental, que existan políticas para proteger la biodiversidad, que existan garantías en las transacciones comerciales…
Pero esta Europa sólo es el germen de lo que ha de llegar a ser. Nos encontramos en un fin de ciclo, la estructura que nos ha traído hasta aquí está agotada, no da más de sí, y tenemos la obligación de emprender decididamente la andadura de la siguiente fase. Aunque la Constitución Europea fuera abortada por los egoísmos nacionales y sustituida por el parche del Tratado de Lisboa, hemos de ser conscientes de que no queda otra solución que seguir caminando por la senda de la integración, y a ser posible a mayor velocidad.
La unión política a través de la Constitución de una Europa Federal, sobre la base de países que no han de perder su identidad, pero en la que los ciudadanos sean los protagonistas, reemplazando a los lobbies, las multinacionales y sus opacos gobiernos nacionales en el timón de la Unión, no es una opción, es la única alternativa. Hay cosas que no se pueden quedar a medias y Europa es una de ellas. El coste de la No Europa es tan alto que no podemos llegar ni a imaginarlo, y es que no sólo se puede medir en millones de euros, también, si echamos un vistazo al siglo XX, en millones de vidas. Ampliar el ámbito político que garantice nuestros derechos fundamentales será la única forma de defenderlos en las próximas décadas ante otros modelos de crecimiento, comportamiento y valores de los que tenemos que huir y a los que, por el contrario, tenemos que dar ejemplo retomando un liderazgo mundial, basado en el humanismo, que nunca debimos haber perdido.
Esta unión política, fiscal, económica, social, jurídica y cultural, se debe construir sobre el pragmatismo de la razón y la ilustración. Este empeño no necesita de identidades nacionales ni símbolos de ningún tipo para labrarse. Los sentimientos identitarios no son malos, pero tampoco necesarios. En cualquier caso, también tenemos los europeos esos símbolos, esa cultura y esa historia común para que, quién lo necesite, las pueda llevar al plano emocional.
Identificarnos con Europa es fácil, sólo hace falta pasear por las salas del Louvre, por los pasillos de los museos vaticanos o por la National Gallery de Londres para saber que formamos parte de algo. Tomarnos una cerveza en una terraza de Amsterdam o un cannoli en una pastelería de Nápoles, andar entre las estanterías de un Ikea de Goteborg o un Carrefour de Murcia, esquiar en los Alpes o hacer surf en Tarifa, apasionarnos en una final de baloncesto entre el Panathinaikos y el Barcelona… Hay muchas formas de palpar, sentir y reconocer Europa.



Habrá quien quiera ver en Stonehenge o el Panteón un santuario druida o un monumento romano, aunque son vestigios de nuestros orígenes, los de todos; habrá quien quiera seguir viendo en la Trafalgar Square de Londres un símbolo de una batalla entre el Imperio Británico y el Español, pero si lo miramos bien no es más que el símbolo de un episodio de la historia común, la de todos; habrá quien quiera ver en la plaza de la Concordia de París el símbolo del nacimiento de la república francesa, pero realmente es el símbolo de la conquista de los derechos ciudadanos y el alumbramiento del estado moderno, el de todos; habrá quien quiera ver en el memorial de Berlín al holocausto un símbolo de una atrocidad histórica que protagonizó Alemania, pero realmente es una señal de alarma y recuerdo permanente de que la barbarie está al acecho, y no hace tanto tiempo fabricó monstruos a partir de europeos civilizados.




El camino que tenemos por delante todos los europeos es apasionante, nuestros jóvenes erasmus, nuestros investigadores, nuestras empresas, nuestros clubs de fútbol, incluso nuestros burócratas, son sólo una avanzadilla. Y en este camino, como en todos los que la humanidad ha emprendido, hay entusiastas que van en cabeza como los que hemos confluido en UPyD obsesionados con el poder de la ciudadanía y con hacer posible lo necesario, caminantes oportunistas obsesionados con sistemas económicos fracasados que aprovechan cualquier crisis para retomar su viejo mantra liberticida culpando a Europa de lo que no tiene la culpa, y caminantes que arrastran los pies, mientras se miran el bolsillo y guardan sus sobres, obsesionados con mantener sus organizaciones, y sus decenas de miles de estómagos que alimentar, sin preocuparles el futuro de las próximas generaciones. Y por cierto, también hay cuatro eremitas, detrás del Mesías, que han decidido tomar el camino en la dirección contraria, la de la desintegración y la desunión, que conduce a la cueva del aislamiento, donde les han contado que la tribu podrá proteger sus señas de identidad.